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PINTURAS MURALES

 

Las pinturas se hallaban en el número 18 (16 antes de la renumeración de 1992) de la calle de Enmedio de San Martín del Río Jiloca.

No son especialmente singulares desde un punto de vista estético, si se utiliza por modelo la tabla que la historia del arte acostumbra a utilizar para valorar a los artistas  del XVIII en general y a los fresquistas en particular, pero el autor de los frescos rescatados en San Martín del Río legó a la posteridad datos singulares por el lugar donde ubicó las pinturas, por la técnica utilizada y la iconografía manejada. Todo ello podría situar en las pistas de la formación e influencias del autor o autores no identificados por el momento. La autoría de las pinturas está por determinar pero no ocurre de igual modo con las fechas en que fueron realizadas pues existe una  fecha ante quam situada el 13 de marzo de 1773 digna de todo crédito.

 

Las pinturas decoraban dos lienzos de pared y parte de los pilares que configuraban un solanar, en terminología de la zona, o terraza en forma de L que en el último estado  medía 700 x 600 cm.

Técnicamente se trata de un fresco en parte propiamente al fresco y en parte al seco. Cuando el pintor o pintores no se apoyan en el dibujo utilizan los rasguños sobre el enlucido a modo de boceto previo, sobre todo en los contornos, señalados con punzón  antes de depositar el pigmento. Doscientos años al aire libre, en un entorno climatológico adverso, con el tejado por única protección dan idea del estado de conservación de las pinturas.

Respecto al estado actual, es de justicia  señalar el esfuerzo ímprobo de José Luis y Francisco Serrano por preservarlas a pesar del derribo de la casa. En este momento pilares y muros se hallan desmontados y colocados bajo cubierta para protegerlos del deterioro. Sin medios apropiados, pero con un derroche de imaginación sin límites, los Serrano desmontaron los muros y los pilares con perfiles metálicos y enrejillados para conservar esta singularidad que integra una parte de la memoria de San Martín del Río. 

 

Entre las figuras resalta por su singularidad la  de un gaitero con cornamusa de doble bordón sin que se pueda discernir si se trata específicamente de una gaita aragonesa. En un pilar emerge la de un soldado con un mostacho considerable, tocado con gorro alto en forma de tiara.  El soldado cruza sobre sí un fusil de caño metálico sujeto a la caja de madera por medio de abrazaderas. El fusil  muestra analogía por longitud total, caja, abrazaderas y llaves con los modelos innovados en 1757 cuyo uso se prolongó hasta 1791. El uniforme no conserva color sino en una banda estrecha que cruza el pecho desde el hombro izquierdo al lado contrario de la cadera.

Además de los pilares se decoraron dos muros. El menor acota el espacio con línea gruesa negra, simulando un marco. El interior  describe un paisaje dispuesto acusadamente por términos un cazador silueteado en un solo color y varios animales: una zorra, dos asnos, un buey, un caballo, aves volando y diversos perros. Las alusiones arquitectónicas, más próximas al espectador son frontales, sin perspectiva, como el resto, y muy ingenuas, las más alejadas describen habitáculos inexistentes en la zona con cubiertas semiesféricas de inspiración oriental. La iglesia está mejor definida.

 

Es sin duda lo más apreciable de cuanto se ha descrito, por tamaño y por  calidad de cuanto exhibe, pero resulta  tan desconcertante como el resto de lo pintado pues conjuga hallazgos plásticos derivados de una sólida formación frente a ingenuidades propias de un principiante.

El  mural no tiene tratamiento unitario. Sólo el paisaje, con una excelente disposición de colores que contribuyen a la creación de planos, sirve de elemento unificador. La composición no jerarquiza, pero en el conjunto destaca la figura de un noble enmarcado entre dos árboles y acompañado por un perro. Esta disposición obliga a realizar la lectura de modo poco natural, a partir del lugar donde él se ubica, es decir, de derecha a izquierda. El noble está tocado con tricornio y viste casaca atravesada por una banda de color amarillo. Lleva calzas y del lado izquierdo cae un largo y amplio manto que, recogido parcialmente con la mano izquierda, se prolonga  hasta el suelo. En la mano derecha, muy bien tratada, exhibe una bengala. Es, sin duda, el personaje más majestuoso y singular de todo el conjunto. Un perro blanco con manchas marrones, sentado sobre los cuartos traseros, complementa la escena.

 

Cuanto antecede nada tiene que ver con dos personajes situados a la izquierda de lo descrito. Situados frente a frente muestran actitudes opuestas: sumisión y agresividad. La primera corresponde a quien recibe el castigo, la segunda a quien golpea con un palo. Ambos conservan restos de color ocre y donde existe línea se observa trazo seguro y avezado para delimitar los cuerpos.

En la parte más alta, donde el paisaje se aleja y finaliza, es decir, al otro lado del río, el pintor ha situado dos nuevas escenas sin relación entre sí ni con el resto. A la derecha una figura femenina, la única en la totalidad del conjunto, limpia, arrodillada junto al río, objetos cerámicos bien perfilados porque seguramente el pintor utilizó modelos del natural. A la izquierda de ella, convenientemente separados, un personaje muy singular, armado con una lanza, se vuelve tres cuartos hacia la izquierda para incitar a pasar a un perro, muy deficientemente representado, situado tras él. Estas dos últimas figuras contrastan enormemente en aciertos y errores. Mientras la figura humana está dotada del rostro más expresivo de cuantos el autor ha reflejado y se mueve guiado por mano experta, el animal, un simple perfil, pone de manifiesto errores inconcebibles para resultar propios del mismo autor a no ser que los convencionalismos a los que está habituado profesionalmente le lleven a tomar tales decisiones.

 

El conjunto pictórico no ofrece firmas ni está datado, pero inscripciones, a modo de graffitis, ofrecen pistas suficientes para situarlo en Año 1773  fecha ante quam, puede establecerse con bastante seguridad gracias a la precisión de quien intuyó dejar un dato para la historia.

Con todo, habida cuenta de la fecha ante quam se datan las pinturas, el autor muestra un conocimiento exacto de los trajes cortesanos y de la indumentaria de los tipos vulgares, pero ésta no responde a las del lugar.

Respecto al paisaje, se entrecruzan dos concepciones distintas impropias de un muralista: en un lado  recurre

 

a un paisaje por franjas o bandas de color dispuestas regularmente y por otro  lo utiliza de fondo sin elementos descriptivos y  reserva las zonas más próximas al espectador para los tonos más cálidos en tanto que los medios y los fríos se sitúan en la parte media y final o últimos planos. Los resultados son más que aceptables. El problema se plantea al integrar  las figuras en el paisaje pues las unas no hallan  la correlación adecuada en el otro.

La concepción general, el modo de yuxtaponer escenas para componer, el uso del color morado para perfilar y como fondo sobre el que depositar, sobre todo, el color turquesa; la distribución y tratamiento del color y la rapidez de las pinceladas en lo que afecta a la vegetación fundamentalmente; el tratamiento de los animales, la información que demuestra uno de los autores, muy lejos del nivel cultural que se supone a un medio rural en el siglo XVIII, llevan a aventurar la hipótesis de más de una mano  procedentes de talleres cerámicos no pequeños precisamente porque están muy bien relacionados.

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